martes, 11 de noviembre de 2008

De miopía y lentes de todo tipo

No cabe duda que el tiempo cambia todo.
Verán: uso lentes desde sexto de primaria aunque debí haberlos usado mucho antes. Dice mi mamá, yo no me acuerdo, que en segundo de primaria me pusieron lentes y yo me los quitaba a cada rato hasta que los perdí. Yo le insisto que esa fue mi hermana (pero esa es otra historia), yo no usé los dichosos aparatejos hasta que, después de una revisión obligatoria en el colegio, Mrs. Jackson comprobó lo que yo venía diciendo desde años atrás, que no veía nada: ni el pizarrón, ni las letras de mis libros, ni la tele... vaya, ni las estrellas en una noche clara. Mrs. Jackson no podía creer que no pudiera decirle cuál era la primera letra (la archifamosa E) del cartel que estaba enfrente de mí. Envió una carta urgente a mi mamá casi casi ordenándole (así de autoritaria era mi querida Miss) que me llevara al oculista y remediaran mi cuasi ceguera de inmediato.
En aquella época (1979) no había armazones para niños, por lo menos no en Torreón, así que mi mamá me escogió el menos feo. Aun así era horrible: un armazón metálico en forma de gota, y para hacerlo peor, los cristales se oscurecían a la luz del sol. Era como si trajera puesto un par de ojos de mosca, lo juro. Según yo, sólo usaría los lentes en el salón de clase para ver el pizarrón, y el resto del tiempo los guardaría en el rincón más oscuro de mi mochila. Sobra decir que no pude. En cuanto me los puse me di cuenta de que el mundo era otro, muy diferente al que yo había "visto" hasta ese momento. Más fuerte que la vanidad, mi deseo de ver cada detalle de un mundo recién descubierto hizo que los lentes se mantuvieran sobre mi nariz hasta cumplir quince años. Mi primer par de lentes de contacto fue el mejor regalo que mis papás pudieron hacerme. Por fin podía ver el mundo y al mismo tiempo verme linda. Los he usado gran parte de mi vida adulta sin tener problema alguno. Fue hasta hace unos años que empecé a batallar para leer las letras pequeñas en cajas de medicinas, por ejemplo. Incluso leer en pantalla, después de un rato se volvía confuso. Entonces volví a los lentes de armazón. ¡Maldita sea la vista cansada!
No fue malo regresar a los armazones, sin embargo. De hecho, estoy muy contentita con el cambio. Y es que existen ventajas: 1) puedo quitarme los lentes para leer cualquier letrita, por pequeña que sea, y volvérmelos a poner para todo lo demás, 2) ahora hay una enorme variedad de armazones lindos de dónde escoger, y 3) ya no me importa si parezco una mosca.
Lo dicho, el tiempo cambia todo: las prioridades, la percepción de lo que nos rodea, nuestras reacciones ante lo que nos acontece a diario. Supongo que lo importante es adaptarse al cambio y aceptar lo inevitable con gracia y estilo. Y con una sonrisa ;)
Keep in touch...

2 comentarios:

Enrique dijo...

De niño recuerdo muchas cosas, tantas me vienen a la mente que crearles un genero existencial seria una exageraciòn.
De niño me vi obligado por las lecturas a tener lentes de casi por vida, (porque mi ceguera infantil no se lleva con la escuela decia mi padre), hoy no recuerdo en donde quedaron, ese valiente armazòn que observo las primeras novias y las primeras noticias de la muerte ya no andan conmigo, ahora los que traigo son màs cuidadosos,se pegan bien a la oreja, probrecillos temen perderse.
Un saludo y perdona las letras esta noche, gracias por ser tan amablemente perfecta en opiniones.
buena noche.

La Lobita dijo...

Enrique: muchas gracias por los comentarios. Siempre es un gusto saber que hay quien se identifica con alguna experiencia aquí relatada. Y gracias por la visita. Un saludo ;)