miércoles, 10 de septiembre de 2008

De la abuela

Y después de varios días de andar ocupada en otras cosas, vuelvo para concluir con el tema de mis abuelos.
A mi abuela también la bauticé con un sobrenombre: Memé. A partir de ahí toda la familia la llamó así. Memé era pequeñita de estatura pero su figura imponía. Tenía la voz grave y hablaba golpeado, seco. No puedo decir que fuera una mujer cariñosa, es decir, no era de esas abuelas empalagosas que se la pasan pellizcando tus mejillas y llamándote por nombres sosos como angelito o lindura. Sin embargo, todo lo que hacía en su rutina diaria era una demostración de amor. Mi abuela nos cuidó toda nuestra infancia y adolescencia. Nos levantaba temprano para ir a la escuela, nos daba de desayunar (unos licuados espeluznantes con leche, huevo, avena y plátano) y esperaba con nosotros a que pasara el camión del colegio. Para cuando llegábamos, pasadas las tres de la tarde, estaba ahí, esperándonos para darnos de comer. La recuerdo yendo del comedor a la cocina, supervisando a Nina (nuestra nana), pendiente de cualquier detalle que necesitara de su intervención. Se marchaba a su casa a las cuatro, a esperar a Pepé para comer juntos. Veía las telenovelas venezolanas de la tarde y dormitaba entre anuncio y anuncio; después de esas siestas intermitentes quedaba con las pilas recargadas y lista para otra tanda de deberes.
A las siete en punto era hora de ir por la leche y el pan. Y era una cita ineludible con Memé. Nos íbamos los tres, Rubén y yo adelante, mi abuela unos pasos atrás, hasta el súper de mi tía Matilde. Mientras Memé y mi tía platicaban, Rubén y yo devorábamos con los ojos los estantes de los pastelitos Marinela, saboreando de antemano el Gansito que nos compraría. Y después de quince minutos de charla, con los cuatro litros de leche y el pan guardados en la bolsa del mandado, caminábamos de regreso a casa. No habríamos andado ni media cuadra y yo ya me había acabado el Gansito; Rubén, en cambio, se lo comía lentamente, con mordidas pequeñitas y chupándose los dedos llenos de chocolate, haciendo alarde, antojándome. Lo odiaba, lo juro. Y me decía, mañana me lo comeré despacito, como él, y esperaré hasta que se lo haya acabado para meterme el último bocado y que sea él quien se quede con el antojo. Pero nunca pude hacerlo. Siempre me ganó la compulsión. Mi abuela no decía nada, sólo se reía de nosotros.
De regreso en casa nos mandaba a bañar. Ya con la pijama puesta me desenredaba el pelo mojado y me peinaba de trenzas. Luego, nos daba de merendar mientras veíamos Topo Gigio y de ahí, a la cama. Memé era casi siempre el último rostro que veía al terminar el día, y el primero, al empezar la mañana.
A Memé la recuerdo en la cocina, guisando para las dos familias, la suya y la nuestra, con sus vestidos de algodón estampado, sus zapatos bajos y su delantal. No se pintaba ni por error y los
únicos accesorios que usaba eran su reloj y unos aretes con una piedra azul verdosa. Y si acaso tenía que posar para alguna foto familiar, siempre hacía muecas. Hablaba con dichos y refranes aprendidos de su mamá, supongo, y le gustaba contarme de cuando era niña y vivía en Orizaba. Era querida por sus vecinas, sus amigas y su familia toda.
Memé murió cinco meses después que Pepé, el 28 de enero de 1993. A la última persona que reconoció a su alrededor, un día antes de morir, fue a su primer bisnieto, Ray.
Mi abuela vivió una vida dura, de altibajos, y muchas veces con responsabilidades que no le correspondían, pero que tomó y enfrentó valerosamente. Y también, como a mi abuelo, la recuerdo con nostalgia y mucho amor.
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