martes, 12 de febrero de 2008

De tiempos invernales

Y los días pasan sin que este frío termine de irse definitivamente.
Cada año redescubro que el invierno y yo no somos compatibles. Habrá quien diga que después de vivir la mitad de mi vida en Torreón, donde, créanlo o no, los inviernos son infinitamente más fríos que en esta ciudad de ángeles, debería de agradecer este clima menos severo, menos extremoso. No, el frío me disgusta siempre, no importa en qué ciudad esté. Incluso en estas fechas hasta las noches jojutlenses son frescas, tanto que hay que hacer uso de las cobijas y prescindir del ventilador, algo impensable durante el resto del año.
Cada invierno reniego del viento helado que se cuela por las rendijas, de las sábanas frías, de verme obligada a forrarme de suéteres y chamarras, de que mi nariz esté roja y helada todo el tiempo, de no poder moverme sin que algún hueso duela, de que mis rodillas truenen como engranes mal aceitados... Podría seguir así, ad infinitum.
Cada invierno espero con ansias el paso del tiempo, cuento los días que me acercan al cambio de estación, vigilante de los sutiles cambios del entorno: árboles que empiezan a retoñar, noches menos largas, amaneceres sin escarcha en el patio, rayos de sol cada vez más tibios.
A mí el calor me sienta bien. Me es más fácil ponerme en movimiento, sacudirme la modorra, enfrentar la rutina diaria sin tanta queja. Denme un día soleado, caluroso, y no habrá nada que me detenga.
Hoy, a poco más de un mes para que llegue la primavera, me quejo un poco menos.
Y sigo a la espera de tiempos más cálidos.
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