martes, 19 de febrero de 2008

De más gatos

Y aquí está lo prometido.
Si son amantes de los gatos estoy segura de que el texto les gustará tanto como a mí.
Si no lo son tanto ojalá que después de leer esto vean a los gatos con otra mirada.
Sin más, aquí está...

El gato moderno, el último animal domesticado por el hombre, desciende de un gato salvaje norteafricano, el Felis lybica. Los gatos son merodeadores; misteriosas criaturas de la noche. La crueldad y el juego es para ellos lo mismo. Viven atemorizados y atemorizando, practicando sin cesar el juego de que están asustados o asustando a los humanos con sus apariciones espectrales en súbitas emboscadas y abalanzamientos repentinos. Los gatos viven en lo oculto, es decir, lo "escondido". En la Edad Media eran cazados y matados porque se los asociaba con las brujas. ¿Injusto? Pero el gato está realmente aliado con la naturaleza telúrica, la enemiga mortal del cristianismo. El gato negro de Halloween es la sombra rezagada de la noche arcaica. Durmiendo como duermen, hasta veinte horas de las veinticuatro, los gatos reconstruyen y habitan el primitivo mundo de las tinieblas. El gato es telepático, o al menos piensa que lo es. A mucha gente le pone nerviosa su fría mirada. Comparados con los perros, esclavos siempre deseosos de complacer, los gatos son autócratas de egoísmo desnudo. Son amorales e inmorales; rompen conscientemente las reglas. Su mirada "perversa" cuando sucede así no es una proyección humana: puede que el gato sea el único animal que saborea la perversidad o se refleja en ella.
Por eso el gato es un experto en los misterios telúricos. Pero tiene una dualidad hierática. Es de ojo intenso. El gato fusiona la mirada de apetito de la Gorgona con la mirada distante de la contemplación apolínea. El gato valora la invisibilidad, y cómicamente se imagina invisible cuando pasea perezoso por el jardín. Pero también le encanta ver y ser visto, como a todo el mundo; es un espectador del teatro de la vida, divertido, condescendiente. Es un narcisista, que está siempre recomponiendo su aspecto. Cuando está desaliñado, se pone de mal humor. Los gatos tienen un sentido de composición pictórica: se colocan siempre simétricamente en los sofás, las alfombras, incluso sobre una hoja de papel caída en el suelo. Los gatos siguen una métrica apolínea del espacio matemático. Altivos, solitarios, precisos, son árbitros de la elegancia: ese principio que para mí es originario de Egipto.
Los gatos saben posar. Tienen un sentido de la "persona", del personaje, y se sienten visiblemente avergonzados cuando la realidad viene a pincharles en su dignidad. Los monos son más humanos, pero menos hermosos; ponen posturas, pero no posan. Charloteando, brincando, dándose golpes de pecho, enseñando el culo, los monos no son sino unos engreídos "parvenues" que suben a bandazos en la escala evolutiva. Las sofisticadas "personas" del gato son máscaras de un teatro mucho más avanzado. Sacerdote y dios de su propio culto, el gato sigue el código de la pureza ritual, limpiándose religiosamente. Se ofrece sacrificios paganos a sí mismo, y puede que comparta sus ceremonias con los escogidos. Quienen tienen un gato suelen empezar el día encontrándose a la puerta de su casa, en el porche o en algún otro rincón, un ordenado montoncito de tripas de topo o de miembros de ratón machacados: recordatorios darwiniamos. El gato es el habitante menos cristiano del hogar medio.
En Egipto, el gato; en Grecia, el caballo. A los griegos no les gustaban los gatos. Admiraban el caballo y lo emplearon constantemente en el arte y en la metáfora. El caballo es un atleta orgulloso pero servicial. Acepta la ciudadanía en un sistema público. El gato tiene sus propias leyes. Nunca ha perdido ese aspecto despótico de lujo oriental y de indolencia. Era demasiado femenino para el gusto griego por lo masculino. Me he referido antes a la invención egipcia de la feminidad, una estética de la práctica social separada de la brutal maquinaria de la naturaleza. Se podría decir que el vestido de la mujer aristocrática egipcia, una exquisita túnica de pliegues de lino transparente, es provocativo por su forma sigilosa de ceñirse al cuerpo. Sigilosas y provocativas son las correrías nocturnas de los gatos. Los egipcios admiraban la elegancia, la esbeltez en los perros de caza, en los chacales, en los halcones. Esa elegancia es el pulido contorno apolíneo. Pero el lustre es el sinuoso arte de la oscuridad demónica que el gato trae a la luz del día.
Los gatos tienen pensamientos secretos, una conciencia dividida. Ningún otro animal es capaz de esa ambivalencia, de esas ambiguas corrientes contrapuestas de sentimiento, como cuando un gato que está ronroneando placenteramente en nuestro regazo nos hunde de pronto los colmillos en el brazo, como una amenaza. El drama interno de un gato agradablemente arrellanado en el sofá nos lo transmiten sus orejas, que giran, detectando, como radares, un susurro distante, mientras que sus ojos se clavan con fingida adoración en los nuestros; y en segundo lugar, su rabo, que se agita amenazador incluso cuando el animal dormita aparentemente tranquilo. A veces, el gato pretende que su rabo no tiene nada que ver con él, y lo ataca esquizofrénicamente. El rabo encrespado, enorme, es el barómetro telúrico del mundo apolíneo del gato. Es la serpiente en el jardín, golpeando y destruyendo con premeditación y alevosía. La ambivalente dualidad del gato resulta representada en sus erráticas fluctuaciones de humor, su forma abrupta de pasar del torpor a la actividad obsesiva, mediante los cuales comprueba nuestro atrevimiento: "No te acerques. Nunca me conocerás".
Así, la veneración egipcia por el gato no es ni estúpida ni infantil. Egipto utilizó el gato para definir y redefinir su compleja estética. El gato era el símbolo de esa fusión entre lo telúrico, ctónico, y lo apolíneo, una fusión que no se da en otras culturas. La intensidad del ojo occidental pagano se origina en Egipto, al igual que la severa "persona" del artista y del político occidentales. Los gatos son ejemplo de ambos. El cocodrilo, también venerado en la cultura del antiguo Egipto, se parece al gato en su forma de pasar cotidianamente de un reino al otro: levantando su enorme peso entre el agua y la tierra, el erizado cocodrilo representa el acorazado ego occidental, siniestro, hostil y siempre alerta. El gato es un viajero en el tiempo, que llega directamente desde el antiuo Egipto. Regresa siempre que se ponen de moda la brujería o el estilo. En la estética decadente de Poe o de Baudelaire, el gato recupera el prestigio y la magnitud de la esfinge. Con su gusto por el espectáculo sangriento y ritual, con su inclinación a la conspiración y al exhibicionismo, el gato es pura pompa pagana. Llegó a ser el paradigma vivo de la sensibilidad egipcia porque reúne el primitivismo nocturno con la elegancia apolínea. Fijando su veloz energía depredadora en poses de éxtasis apolíneos, el gato fue el primero en representar ese momento detenido de serenidad perceptiva que es el gran arte.

Camille Paglia

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1 comentario:

Anónimo dijo...

No pude haberlo dicho mejor.